El cazador de cabezas blandió la espada y la cabeza rodó por el suelo. La tomó por el cabello y la levantó curioso. Observó —como siempre lo hacía— la luz que escapaba por los ojos; el rictus de sorpresa, congelado para siempre en el rostro. La sed de sangre lo movía, sentía la energía desbocada recorrer todo el cuerpo, los músculos tensos y poderosos. Un hombre corrió hacia el bosque. El cazador de cabezas respiró profundo. Fue una presa fácil, sólo alcanzó a correr unas cuantas varas. El cazador de cabezas corría distancias imposibles de alcanzar por hombres comunes. Estaba entrenado para afrontar cada uno de los retos que la presa podría brindar. Abrió el morral y arrojó la cabeza junto a las otras seis. Limpió la espada de acero —templada en sangre de esclavos—, en el torso de la presa, que aún se convulsionaba por la agonía de la muerte. Alzó la vista al cielo y agradeció a los dioses por los trofeos obtenidos. Montó su corcel y miró hacia atrás, la aldea de leñadores ardía y ot